Escrito: Gastón Green

Durante la segunda mitad del siglo XVIII los mocovíes se fueron instalando en reducciones con la presencia de religiosos; tres de ellas: San Javier, San Pedro y Jesús Nazareno de Inspin, en la frontera norte santafesina. Estas poblaciones resultaron de la
implementación de estrategias alternativas a la confrontación por parte tanto de la sociedad hispano criolla, como de los indígenas (Scala, op. cit.). En ellas, los últimos se aprovisionaban de bienes occidentales (Nesis, 2008; Fradkin y Ratto, op. cit., Scala, op. cit.), continuando al mismo tiempo con sus prácticas sociales tradicionales (Suarez, 2004) y sus actividades de caza y recolección (Scala, op. cit.). Algunos siguieron, incluso, realizando ataques sobre otras jurisdicciones (Font, op. cit.; Fradkin y Ratto, op. cit.; Scala, op. cit.).
Entre la tribu y el Estado. Liderazgos en las reducciones mocovíes del norte santafesino en la segunda mitad del siglo XIX, de Aldo Gastón Green, Revista TEFROS, Vol. 20, N° 2, artículos originales, julio-diciembre 2022:106-134.
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Tras la revolución de 1810, la relativa paz alcanzada en la frontera santafesina también se vio interrumpida. Mientras las reducciones de Jesús Nazareno y San Pedro fueron abandonadas como reacción por el accionar del capitán López, delegado por la Junta revolucionaria, quien había asesinado a unos indígenas (Alemán, 1994), la de San Javier
perdió parte de su población. Durante la década de 1830 algunos grupos se reasentaron
en San Pedro, mientras San Javier fue trasladada al sitio de Santa Rosa de Calchines.
En la segunda mitad del siglo XIX, el viejo objetivo de ocupar el territorio indígena
recibió un nuevo y definitivo impulso con la consolidación de un Estado central, que
contó con medios cada vez más eficaces para sostener la política de expansión territorial
ligada a las posibilidades que ofrecía la vinculación de Argentina con el mercado
internacional.
Como una forma de eludir a las expediciones militares que avanzaban sobre el Chaco,
los mocovíes fueron originando nuevas reducciones o agregándose a las ya existentes,
tras negociaciones y tratados. En estas podían contar, además, con las raciones del Estado
y rehacer sus fuerzas, conservando cierta autonomía. Aunque constituían asentamientos
de población más densos y estables que las tolderías, se mantuvo en ellas la organización
tribal. En una reducción, podían convivir no sólo diversas bandas, sino también miembros
de distintas tribus, como lo indica a veces la presencia de más de un cacique principal.
Esto dificultó su control por parte del Estado que tenía que tratar con diversidad de grupos
que no respondían a una autoridad común. La permanencia de la frontera, por otro lado,
brindaba la posibilidad, a los reducidos, de retornar al norte si consideraban que las
condiciones de vida en la misión empeoraban.
Las medidas tomadas desde el Estado para disciplinar a los habitantes de las
reducciones del norte santafesino en la segunda mitad del siglo XIX han sido vinculadas
al interés de incorporarlos a un mercado de trabajo rural, cuyas demandas crecían al
compás de la articulación con Europa (Bonaudo y Sonsogni, 2000). Sin embargo, aunque
en la zona de la costa del Paraná se recurrió ocasionalmente a su fuerza de trabajo, su
establecimiento en la frontera fue tolerado con dificultad por estancieros y colonos que
reclamaban constantemente su remoción, interesados sobre todo en las tierras que
ocupaban (Green, 2018, 2020). Más que aumentar el número de brazos disponibles para
el trabajo, el objetivo era vigilar y controlar a esos indígenas que mantenían cierta
hostilidad, conservando su potencial bélico.
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El intento de militarización
Una de las políticas implementadas para retener a los mocovíes en sus asentamientos
fue su racionamiento, aunque de manera irregular, como se aprecia en numerosos
documentos de Contaduría de la provincia de Santa Fe. En la segunda mitad del siglo, por
otro lado, los gobiernos centrales sumaron sus aportes para el mismo objetivo (Ratto,
2011).
Al mismo tiempo se pretendió militarizar a los grupos reducidos. Los gobiernos
buscaron su auxilio, tanto en las luchas civiles, como en contiendas interestatales y en las
campañas en contra de otros indígenas. La movilización de los mocovíes como “indios
de pelea” en esas acciones, sin embargo, más que una imposición del Estado, ante la
necesidad de brazos para la guerra, fue resultado de sus propias orientaciones culturales.
Ellos no fueron reclutados mediante la coerción por los gobiernos, que más bien
intentaron, cuando les fue posible –ya desde la primera mitad del siglo XIX– aprovechar
en su beneficio el ethos belicoso de esas fuerzas.
Al señalar el intento de militarización no nos referimos al reclutamiento y
movilización de los mocovíes para la guerra, sino a los esfuerzos del Estado por modificar
su organización tradicional y disolver la urdiembre de solidaridades y lealtades
horizontales que la caracterizaban. Se trató de imponer a esas fuerzas una organización
de tipo militar que permitiera su control, transformando a la tribu en un cuerpo jerárquico
fácilmente manejable, a los líderes representativos en oficiales con poder de mando y a
los guerreros indígenas en subordinados soldados.
Ya durante la primera mitad del siglo XIX aparecen con frecuencia entre los
documentos oficiales, listas de revista de lanceros, confeccionadas por los gobiernos a
los efectos de entregar las “gratificaciones” y organizadas a la manera de compañías
militares, con su escala de mando unificado y efectivo. Las listas, que presentan una
estructura muy diferente a la de la tribu, son encabezadas por oficiales indígenas con
diversos grados jerárquicos, seguidos de sus soldados. Se trataba, sin embargo, de una
fachada tras la cual seguían operando las bandas y las obligaciones del parentesco (Green,
2005, 2011).
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La paridad de fuerzas existente en la segunda mitad del siglo XIX y la persistencia de
la organización tribal entre los mocovíes reducidos marcaban límites a los intentos de
disciplinamiento y control estatal.
En primer lugar, resultaba imposible la imposición de mandos externos a la sociedad
indígena. Aun en las reducciones, los mocovíes se mantuvieron en gran medida fuera del
alcance de cualquier autoridad civil o militar. Desde el Estado, por lo tanto, no se podía
eludir a los influyentes nativos en su intento por controlarlos.
En diciembre de 1864, José M. Avalos informó al gobierno sobre lo actuado tras su
envío a la reducción de Calchines, a raíz de una disputa surgida entre mocovíes y criollos:
…hasta llegar á entrar en contienda á pedradas los vecinos con los indios hasta que el Teniente Patricio
Fernandez con todos sus esfuerzos pudo apaciguar á los indios y hacerlos retirar á su toldería, saliendo
tres vecinos heridos levemente de pedradas y uno con un pequeño tajo en la cara con un acha. (AGPSF.
A. d G. T. 25, 1864, f. 1108)
La impotencia del funcionario para resolver el conflicto aplicando simplemente la
autoridad estatal se expresó en el sigilo de su accionar:
Creo Señor Ministro haber cumplido con un deber de justicia obrando del modo que he manifestado,
atendiendo las circunstancias actuales de la naciente Villa de Santa Rosa, y creo que el S. S. y el Señor
Gobdor se dignaran aprobar mi sigilosa conducta en un asunto de tanta transcendencia.
Solo la colaboración de los cabecillas indígenas permitió detener la pelea y calmar los
ánimos. A ello contribuyeron el “Teniente Coronel” Cipriano Valdez, cacique principal
de Cayastá, el “Corregidor” José Rojas, cacique principal de Calchines, y otros
“oficiales”:
…les habló largamente él Valdez, haciéndoles conocer el error que habian cometido y aconsejandoles
la conducta que debian observar en lo susecivo para evitar se repitan sucesos tan desagradables como
el que se lamentaba. En el mismo sentido les habló el Corregidor.
Aunque se los menciona con sus rótulos militares, el accionar de estos jefes no fue el
correspondiente a sus cargos. No sancionaron a quienes habían provocado las lesiones y
se valieron solo del uso de la palabra para hacer cesar la pelea, convencer a los
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involucrados y apaciguarlos mediante consejos. El comisionado se encargó de
recomendar especialmente al “Teniente” Patricio Fernández:
Seria una notable falta sino recomendase á la atencion del Exmo Gobno la muy noble conducta del
Teniente de los lanceros Patricio Fernandez en el incidente habido y la buena disposicion en que se halla
de ayudar siempre á las autoridades del Departamento; él es la garantia de los indios y de todos los
habitantes de la Villa Santa Rosa…No hay uno solo que no tenga fuertes simpatías con el dho Teniente,
sin mas recomendación que la de sus virtudes Civiles. (AGPSF. A. d G. T. 25, 1864, f. 1108-1109)
Si la cooperación de los líderes nativos le resultaba indispensable, el Estado tampoco
podía seleccionar a quienes ocuparían esas posiciones, como se reveló al poco tiempo tras
la muerte del propio Cipriano Valdez, el 31 de mayo de 1865. Ante la noticia, el militar
José Iturraspe escribió al “capitán” José Rojas:
Tengo en consideración su apreciable nota, en q. me comunica q. a las 11 de la noche de haller 31 del
ppdo ha muerto el Sor Comandte Dn Sipriano Baldes; y en su consecuencia; autoriso á V. pa q. lo haga
reconoser al Capitan Francisco (2° q. ya lo era) como Jefe Interino de ese punto hasta q. acuerde yo con
el Exmo Sor Gobernador el q. en propiedad deba nombrarse (…) Al becino D. Carmelo Aguiar lo he
encargado pa q. lo sirba de escribano. (AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 1299)
El 4 de junio, Placido Mendoza, enviado por Iturraspe, le notificó que la reducción
estaba en orden: “con el nombramiento de interino al Capitan Franco” (AGPSF. A. de G.
T 27, 1865, f. 1261). Un día antes, el gobierno había informado a Iturraspe que el
nombramiento definitivo de “Comandante de la Colonia de Indigenas de Callasta” debía
recaer en el “Sargento Mayor” Tomas Valdez, y aquel avisó que se ocuparía de hacerlo
“reconocer bajo tal carácter y ponerlo en posesión del cargo” (AGPSF. A. de G. T 27,
1865, f. 1262).
Todo aparentaba discurrir por los carriles utilizados normalmente para el remplazo de
personal de un cuerpo del Estado. El gobierno decidió el nombramiento, lo comunicó a
las autoridades militares, y con la intervención de oficiales criollos e indígenas y hasta de
un escribano, se cumplieron las disposiciones. Pero el cargo de Comandante no podía ser
para otro que no fuera el cacique principal de la tribu, y a este, como a los demás caciques,
lo elegían los mocovíes. El 6 de junio, la autoridad civil de Santa Rosa de Calchines,
comunicó al gobierno:
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“…que en la tarde de ayer, han traido preso de Cayasta, á un Felix Sanchez (á) Peruano, yerno del
difunto Coronel Dn Cipriano Valdes: por conatos de promover algún movimimto respecto á no querer
reconocer al Capitan Franco, como Jefe de Cayastá, y colocar á Rufino Valdes, hermano del difunto
Coronl Valdez.” (AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 533).
Era el cacique José Rojas el que había llevado preso a Felix Sanches, a quien se refería
como “el cristiano”, “pr que há aconsejado influido con los principales indijenas de
Cayasta, pa qe no hasetasen al Capitan Francisco” (AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 532),
pero el problema no se reducía al yerno del difunto cacique.
El 8 de junio, Iturraspe informó sobre la llegada a Calchines, desde Cayastá, del
“Capitán” Rojas y de Placido Mendoza:
Como les había escrito, qe con todo interés, recabasen de los Indigenas, el qe fuera mejor recibido pr
Jefe, me dan cuenta, haber echo el mas prolijo estudio, y qe el qe en su opinión es el mas competente
es Rufino Baldes, Ho del finado Comandte, que es el qe merese mas respeto, y tiene mas cimpatia; qe
también es el qe mas tiene qe esto es una garantía; que allí se espera sea este nombrado, que este puede
desempeñar las ordenes, pr qe este puede disponer de caballos llegado el caso; y qe Tomas Baldes, es
muy pobre y también de poco animo; qe el Capitan F.co no es tan querido pr ser espinero, y q amas es
muy pobre, no puede desempeñar ninguna comicion qe solo tiene el caballo en qe monta (…) Me dice
el Capitan Rojas qe es presiso hacer el nombramiento pronto, pr q corre peligro se desparramen.
(AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 1270)
Para el gobierno aparecían tres candidatos al cargo de comandante: Rufino, Tomas y
Francisco. Los tres ya poseían cargos militares y eran jefes de sus propias bandas, que si
bien cohabitaban como aliadas en la reducción, lo hacían por separado. Esto puede
observarse a partir de un suceso previo ocurrido cuando Cipriano Valdez aún vivía. El 5
de julio de 1857 figura en los libros de defunciones de Calchines el fallecimiento de
Lorenzo Monzón, que ciertos indicios nos llevan a sospechar pertenecería a la gente de
Tomas, “muerto de una puñalada recibida el dia tres de Julio en la Tolderia de Rufino
Valdes” (L. Defunciones de Calchines. 1856-1889, pág. 15). El cura que escribe el acta
identifica esta “toldería” en particular y, por lo tanto, separada de la gente de Cipriano,
Tomas y Francisco.
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Este último fue postulado en primer lugar por las autoridades militares, siguiendo
lógicamente una línea de sucesión imaginaria; quien era el 2° debía suceder al
comandante, pero no había 2° en la estructura tribal. Por otro lado, aunque la
documentación producida por la sociedad criolla no refleja en general las categorías
indígenas y simplifica en la dicotomía montarás/reducido, en este caso puede observarse
que la adscripción de Francisco a la parcialidad espinera, y tal vez la de todo su grupo,
influyó en su rechazo como cacique general de Cayastá.
Esto no contradice necesariamente lo señalado por Rosan (2016) a partir del caso de
otro cacique Francisco, de origen cautivo. Cualquier individuo que reuniera cualidades
valoradas por el grupo podía, en teoría, ser elegido como tal. El espinero Francisco, de
hecho lo era de su propia banda y su liderazgo sobre la tribu no solo fue rechazado por su
origen, sino también por ser considerado “muy pobre”.
La capacidad redistributiva era, como se advierte, un requisito importante. Mientras la
riqueza de Rufino se esgrimía como una de las razones por las cuales lo preferían los
cayastaseros, su ausencia incidía también en el rechazo a Tomas. La elección del cacique
principal estaba condicionada por la ausencia o presencia de un conjunto de aptitudes
apreciadas tradicionalmente. Tomas era rechazado además por ser considerado de “poco
animo”, es decir, coraje.
El cacique José Rojas aconsejó hacer pronto el nombramiento, para que los indígenas
no se “desparramen”. Pero la tribu no esperaba que el Estado le diera un comandante,
sino que refrendara a su propio candidato. De hecho, aunque la designación fue realizada
rápidamente, y la voluntad de imponerse sobre aquella hizo que se insistiera en el cacique
Tomas para el cargo (AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 509), los cayastaseros no lo
reconocieron y, como veremos, comenzaron a desparramarse de cualquier manera.
Los oficiales mocovíes
El Estado no podía designar para las supuestas compañías militares indígenas, jefes
que no fueran elegidos por las bandas y las tribus. Solo podía reconocer a aquellos que
habían sido seleccionados mediante mecanismos tradicionales y otorgarles un lugar de
privilegio en la estructura jerárquica que buscaba imponer. Al mismo tiempo intentaría
cooptarlos a través de un trato preferencial, como evidencian los regalos y atenciones
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especiales destinadas a los caciques y capitanejos de los grupos reducidos que aparecen
frecuentemente en los documentos de Contaduría.
Se trató también de fortalecer, entre la oferta de caciques devenidos en oficiales, las
posiciones de aquellos que se mostraran más leales a sus propósitos. Al ser reconocidos
como interlocutores privilegiados en su papel de “funcionarios”, estos “oficiales” veían
ampliadas sus posibilidades de canalizar las demandas de los indígenas, administrar
información útil para sus grupos y redistribuir los productos del racionamiento.
Pero, ¿en qué medida los grados y uniformes correspondientes, que conllevaban una
responsabilidad ante el Estado, dotaban a los caciques de un efectivo poder de mando
sobre los suyos? Su buen desempeño en los asuntos externos de los grupos, favorecido
por el reconocimiento estatal, podía aumentar su influencia y hacerlos ganar adherentes,
pero, ¿podía conferirles la capacidad para dar órdenes, cuando las bandas no esperaban
otra cosa de sus líderes?
Al ocuparse del papel de los “indios amigos” en el sur bonaerense durante la misma
época, de Jong (2011) señala la necesidad de estudiar las formas de articulación entre una
lógica política basada en el consenso, propia de las sociedades indígenas, y el poder
coercitivo del Estado, en un contexto similar de paridad de fuerzas que impedía al último
simplemente imponerse.
La contradicción entre ambas lógicas se expresaba cotidianamente en la posición de
los oficiales mocovíes del norte santafesino. En la sociedad indígena, los caciques no
mandaban, característica que no se correspondía con sus nuevos rangos en una estructura
estatal. Observamos así su impotencia para ejercer sus funciones militares. Ya
mencionamos los “esfuerzos” que costó al “Teniente” Patricio Fernández calmar a los
calchineros tras un enfrentamiento con los criollos.
El 8 de junio de 1865, el Tte. Juez de Calchines advirtió que: “el 5 se han retirado
para Cayasta varias familias de los Indijenas entre ellas la del Tente Patricio Fernandes”
(AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 529).
La alarma había comenzado unos días antes, cuando José Iturraspe puso en prisión a
Domingo y Valerio Sisterna mediante una trampa, aunque él mismo la minimizó ante el
gobierno:
Es tan completamte falsa la tal alarma q. nadies sabe en aquella, como han sido remitidos, la creencia
es q. han benido de escolta (…) En cuanto á remitir hombres engañados, escuso decir mas de lo q.
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informo en mi nota. Y en cuanto al modo de remitirlos, he creido deberlo hacer del modo mas
conveniente; teniendo presente las armas con q. cuento. (AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 1301)
Sin embargo, la noticia de la prisión había llegado a Calchines y algunas familias
comenzaron a marcharse a Cayastá (AGPSF. A. de G. T 27, 1865, f. 529). Domingo
Sisterna era uno de los caciques, pero el incidente no solo alarmó a su banda, “las familias
de los Cisternas”, sino también al grupo de Patricio Fernández.
Aunque el Juez de Calchines había intentado tranquilizar a Fernández y a otros jefes,
llevándoles seguridad de parte del gobierno: “les hice presente el pensamto de V. E. como
también lo hice saber á las familias de los Cisternas y mas interesados” (AGPSF. A. de
G. T 27, 1865, f. 529), el grupo del primero se marchó, arrastrando consigo a quien fuera
recomendado, poco tiempo antes, por sus “virtudes Civiles”. En definitiva, el propio
Iturraspe pidió al gobierno la libertad de los indígenas que había apresado engañados,
aconsejado por el cacique principal de los calchineros, José Rojas (AGPSF. A. de G. T
27, 1865, f. 1270).
Los oficiales mocovíes no podían decidir por sus grupos y el Estado tampoco estaba
en posición de respaldarlos en el uso de la coerción. En un trabajo sobre la reducción
abipona del Sauce señalábamos que sus jefes contaban con esa posibilidad en el último
tercio del siglo, con apoyo externo, y favorecida además por el escaso número de estos
indígenas y su dispersión en diversos fortines (Green, 2005). Rosan (2013-14) observa
que esto no se verifica en el caso de la reducción de Colonia Dolores que analiza, donde
la posición del cacique no debía nada al apoyo estatal. Consideramos que tampoco
sucedía en las otras reducciones mocovíes, donde la organización tribal se mostró más
resistente. El Estado no solo tuvo que aceptar a los líderes elegidos por los indígenas –
esto también entre los abipones– sino que, a diferencia de éstos, no logró proporcionarles
herramientas eficaces para fortalecer sus posiciones y dotarlos de un poder real.
En septiembre de 1867, seis calchineros mataron a tres obrajeros en la boca del arroyo
Tragadero frente a Corrientes y, apoderándose de su embarcación, descendieron por el
Paraná (AGPSF. A. de G. T 30, 1867, f. 541). El aparato estatal se puso inmediatamente
en movimiento para su búsqueda y la comunicación circuló efectivamente a lo largo de
la cadena jerárquica civil y militar. El capitán del puerto de Corrientes avisó a su
homólogo de Santa Fe y éste al Ministro General de Gobierno, que notificó al juez de paz
de Santa Rosa de Calchines. El 9 de octubre, finalmente, el comandante militar de San
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Javier, Antonino Alzugaray, confirmó a este último que los indígenas se encontraban en
ese lugar y estaban identificados (AGPSF. A. de G. T 31, 1867, f. 441).
A partir de ese momento se pusieron de manifiesto las dificultades de las autoridades
para capturarlos; el juez de paz de Santa Rosa, al comunicar al Ministro Secretario Gral.
de Gobierno los resultados de sus diligencias, le dijo:
Me tomo la confianza de prevenir al Sor Ministro que pa tomar á los asesínos esde necesidad tomar
medidas muy preventivas: al mandar una partida de ocho ó dies hombres, será esponerlos á estos y a los
del canton de aquel punto quizá sin resultado alguno. es de suponer que aquellos malvados hallen apoyo
en muchos otros y que antes de entregarlos pelearán, o cuando menos le darán escape; esto motivará
quizá un alzamiento en gran numero de ellos. (AGPSF. A. de G. T 31, 1867, f. 439)
La cautela para el uso de la fuerza policial no respondía, únicamente, a la falta de
elementos o de personal. La persistencia de las lealtades tribales también señalaba los
límites que tenía el Estado en esa época para afirmar su jurisdicción en esos territorios
fronterizos. No era deseable enfrentar un posible alzamiento general allí, en momentos
en que se sostenía una guerra contra otro Estado.
En San Javier, había un “comandante” mocoví: Ventura Sisterna o Cisterna, pero las
dificultades para cumplir con su rol se perciben en la imposibilidad de que fuera él mismo
quien prendiera a los buscados, que estaban refugiados entre “sus soldados”. Esto ni
siquiera fue contemplado como alternativa en las notas intercambiadas por los
funcionarios públicos.
La reunión de una importante fuerza en combinación con los colonos, como proponía
el juez de Santa Rosa, tampoco resultó conveniente y el jefe de la frontera, Matías
Olmedo, que había sido llamado a cooperar en la captura de los calchineros, optó
finalmente por tenderles una trampa ya que según señalaba:
…este asunto entre aquella clase de gente es delicado, tanto por ser fronterizos como por estar rodeados,
de dos colonias extranjeras, y á mas los Indios por condicion son noveleros, y al tomar la medida de
prenderlos en San Javr podía traer un conflicto que creo se debe evitar en las circunstancias. (AGPSF,
A. de G. T 30, 1867, f. 480)
Olmedo planeó convocar a los indígenas al cantón de Cayastacito con la excusa de
entregarles uniformes y apresar a los acusados en ese momento. Para esto, la colaboración
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del comandante Sisterna, quizá el único que podía avisarles que fueran a buscar vestuario
sin despertar sospechas, era imprescindible.
Sin embargo, las autoridades muestran su recelo también hacia este oficial ya durante
la investigación: “… hice llamar al comte de los Indígenas D. Ventura Sisterna y con el
mayor disimulo le pregunte pr los individuos q trajeron la chata y me contestó que estaban
en este punto…” escribía Antonino Alzugaray (AGPSF, A. de G. T 31, 1867, f. 441).
Puede resultar extraño ese disimulo si se considera a Sisterna como alguien que se
hallaba desempeñando un cargo para el que había sido nombrado por el Estado y por el
cual recibía un sueldo. Pero esa posición se debía en realidad a la adhesión que gozaba
entre los suyos. El “comandante” se puso finalmente de acuerdo con Alzugaray y
Olmedo, pero su cooperación con el gobierno también debió ser encubierta. Si los
culpados eran apresados en Cayastacito cuando iban con el resto a buscar ropa, podía
aparentar no haber estado al tanto del asunto. Si su colaboración, en cambio, quedaba en
evidencia, tal vez se jugara más que su prestigio ante la tribu.
Las quejas de los militares criollos sobre lo que consideraban falta de cooperación,
negligencia o acciones de encubrimiento por parte de los oficiales indígenas eran muy
comunes. Al profundizar en el estudio sobre el cacique Mariano Salteño, de la reducción
de Nuestra Señora de los Dolores, Rosan (2013-14) advirtió la desconfianza que le
producía al general Obligado, señalando su accionar ambiguo y contradictorio a veces,
que la llevó a cuestionar su rol como “funcionario de gobierno” (Rosan, 2016).
Justamente, las ambigüedades y actitudes cambiantes de aquellos oficiales eran
resultado de su propia posición de equilibrio precario entre las demandas del Estado, que
les otorgaba el cargo, y las de la tribu, cuya adhesión lo justificaba. El disimulo y la
discreción se tornaban estrategias necesarias para la supervivencia de estos jefes. Las
consecuencias de inclinarse abiertamente hacia alguno de los dos polos, cuando los
intereses eran inconciliables, pueden apreciarse en algunas trayectorias individuales.

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