20 años de la guerra de Irak estatua saddam

El régimen de Saddam Hussein cayó mientras seguíamos preocupados por una guerra que había terminado. O recién comenzado, como después supimos. Eran las 16:30 del 9 de abril de 2003 cuando una columna de tanques Abrams apareció por la avenida Sadoun desde el barrio de Karada. Ya no había nada para combatir o liberar. Los soldados iraquíes y algunos milicianos extranjeros que estaban en la zona se habían ido antes del mediodía. Unos 200 o 300 chicos jóvenes y algunos hombres adultos, vecinos de este barrio céntrico, habían salido a la avenida a gritar “Aloyak abusi…aloyak abusi” (ya se fue, ya se fue). Algunos, incluso, se atrevieron a entrar a una oficina gubernamental, se llevaron lo que pudieron y el resto lo destrozaron. Lo mismo estaba sucediendo en toda la ciudad. Se escuchaban aún algunos tiros y explosiones esporádicas, pero parecían actos desesperados de los que huían más que combates.

Nosotros, los corresponsales que habíamos estado confinados dentro del abandonado hotel Palestine, también nos sentimos liberados en el momento en que comenzamos a escuchar a la gente en la calle. Habíamos pasado las últimas horas encerrados en ese edificio. El caos era total, las balas soplaban desde todos los rincones. Y estábamos muy golpeados. El día anterior, un tanque estadounidense había disparado contra los pisos 14, 15 y 16 del hotel, matando al camarógrafo José Couso de Telecinco de España y a Taras Prociuk, fotógrafo ucraniano de Reuters. Otros dos colegas sufrieron heridas considerables. No podíamos confiar en nadie.

Los tanques Abrams y los carros de asalto dejaron la avenida, rodearon la rotonda y se ubicaron sobre la plaza de Firdos, frente al Palestine. El hotel es un mamotreto de comienzos de los ochenta, regenteado entonces por la cadena francesa Méridien, de 21 pisos y 400 habitaciones. Allí habíamos sido confinados los periodistas por orden del ministerio de Informaciones saddamista. Éramos unos 200, todos rigurosamente vigilados por espías y funcionarios del régimen que ocuparon el resto del hotel. Lo de hotel es eufemístico. Para entonces hacía ya veinte días que nadie venía a hacer las habitaciones ni servir un desayuno. Eso sí, había unos funcionarios en la recepción que nos perseguían con el pago diario de la estadía.

Caída estatua de Saddam, Irak 2003.
La entrada de los marines estadounidenses al centro de Bagdad, el 9 de abril de 2003, con la estatua de Saddam aún en pie.

Cuando vieron los tanques, unos cuantos vecinos más se atrevieron a salir. Unos gritaban “¡USA! ¡USA!”, pero fueron acallados rápidamente por otros que decían “Jalas, jalas, jalas” (se terminó). Apareció uno con la camiseta de la selección Argentina. También había del Barsa y del Real Madrid. La televisión estatal adormecía a todos con los partidos que se robaba de los satélites internacionales. En los cafés recitaban la formación argentina de memoria: Batistota, Vfvferrón, Crispo. Cuando llegaban a Marrrradona, sacaban una sonrisa como si hubieran leído en voz alta todo el Quijote. Ahora veía el desfile y lo transmitía en vivo para radio Mitre, TN y decenas de otras radios y canales que se engancharon en América Latina. Cuando vi la celeste y blanca se me entrecortó la voz y estuve carraspeando un rato.

Una columna de marines descendió de los humvies y tomó posición en otro hotel, el Ishtar (ex Sheraton), al otro lado de la calle. Allí habían estado hasta el mediodía los mujahidines extranjeros. La mayoría no había disparado ni un tiro. El ejército saddamista no les entregó armas como había prometido. Me encontré con uno de ellos, un argelino que había vivido cinco años en España. Me pidió ayuda para que lo escondiera. Andaba descalzo. Se había sacado las botas porque tenía miedo de que los soldados americanos lo reconocieran y le dispararan. Se fue con los otros hacia el sur de la ciudad. Es probable que unos pocos días más tarde ya estuviera enganchado con alguno de los múltiples grupos que iniciaron la guerra civil.

En el loby del hotel se produjo una rara ceremonia. Había entrado el teniente coronel Bryan McCoy, el comandante del Tercer Batallón de Marines que tenía tomada la plaza. Uno de los sadamistas del hotel le dio la bienvenida y le ofreció un café a la turca. McCoy lo rechazó y pidió una SevenUp, que se tomó con la fruición de un chico. Un hombre se le acercó, le dio la mano y le dijo en un buen inglés: “Bienvenidos. Los esperábamos desde 1991 (cuando los estadounidenses se negaron a liberar Irak tras la Guerra del Golfo y la invasión iraquí a Kuwait, desatando una dura represión contra los shiítas) Nos hubiera gustado verlos antes”. “Sí, fue un largo viaje”, fue la lacónica respuesta de McCoy.

Caída de la estatua de Saddam, Irak 2003.
El cabo Edward Chin colocando la bandera estadounidense sobre la cara de la estatua de Saddam. Un minuto y medio más tarde la cambió por una bandera iraquí.

Uno de los muchachos de la plaza me contó que muchos de sus amigos no se atrevían a salir porque creían que iba a suceder lo mismo que en el 91, cuando los shiítas se volcaron a las calles para exigir el fin del régimen minoritario sunita de Saddam y terminaron asesinados en masa. “Además”, me dice, “llaman de todos lados diciendo que hay bandas armadas asaltando todo”. Se había desatado el saqueo generalizado. Lo que había quedado de los ministerios y oficinas del gobierno, se lo estaban llevando en el techo de los autos y hasta en carritos tirados por burros. El edificio del Comité Olímpico, frente al puente de Al Jumhuriya, desde donde resistieron los pistoleros de Udai Hussein, uno de los hijos del dictador, ardía y se veía la columna de humo a 20 cuadras de distancia. También fueron destrozadas las oficinas de las Naciones Unidas. La gente salía corriendo con las computadoras y hasta los ventiladores de techo en la mano. Un equipo de la televisión portuguesa quedó atrapado en otro de los puentes que cruzan el río Tigris y fue obligado a entregar todo lo que tenían encima, las cámaras y hasta la camioneta en la que se desplazaban. Era una excelente cobertura para escapar.

La plaza de Firdos (paraíso), ahí a metros del río Tigris que parte Bagdad en dos, se había convertido en el epicentro de la entrada de los americanos. Es donde se juntó la mayor cantidad de gente ese día. Un chico se subió a la estatua de Saddam que se elevaba en el centro de la plaza, se sacó la chancleta y comenzó a pegarle a la figura de bronce. En ese momento apareció un tipo morrudo y musculoso que después supe que se llama Kadhim al Jabbouri. Lo había visto de pasada en su taller mecánico, ahí a unos pocos metros de la plaza. Trajo una maza y comenzó a golpear el pedestal de mármol. Bagdad estaba repleta de estatuas de Saddam, a caballo, en un barquito, siempre señalando hacia la nada. Ésta había sido colocada unos meses antes, en homenaje a los 65 años del dictador. Otro tipo trajo una soga y el chico de la chancleta se trepó casi 15 metros para ponérsela en el cuello de la estatua. Unos cuantos comenzaron a tirar de la soga, después eran unos 20, pero el monumento no se movía. Kadhim apenas había logrado hacer un pequeño agujero en el marmol. Fue cuando todos miraron hacia los marines y muy particularmente a una grúa de tanques, la Hércules M-88, que estaba al final de la fila de vehículos militares.

Entrevisté a Kadhim en otro viaje a Bagdad dos años más tarde. Me contó su historia. Había tenido una época de oro porque le reparaba las motos a los hijos de Saddam que tenían una extensa colección de las mejores. Alguien fue con cuentos y cayó en desgracia. Se pasó casi un año en la cárcel. Había salido poco antes del día en que salió con una masa a derribar la estatua de Saddam. Pero ahora estaba arrepentido. “No es que quiero que vuelva esa gente, pero lo que trajeron los americanos es aún peor. Nos dejaron una guerra civil y la miseria”, me dijo seis años antes de la evacuación de los marines de 2011.

Caída de la estatua de Saddam. Irak 2003.
La imagen más difundida de la caída de la estatua de Saddam Hussein en 2003. Los marines había despejado el centro de la plaza para que la grúa pudiera derribarla.

Para entonces, Reuters ya estaba transmitiendo en vivo desde el lugar. Una cámara fija mostraba desde el Palestine todo el espectáculo que se desarrollaba en Firdos. El momento histórico se había hecho global. Todos los centros de poder y las redacciones estaban viendo lo que sucedía y pedían relatos en vivo a los corresponsales presentes. La gente saltaba y cantaba “¡uala maiajkun ade Saddam!” (ya cayó Saddam). Se sumaron unas cuantas mujeres. Eran shiítas, cubiertas con un chador negro. Una de ellas repartía unas margaritas. Serían de su casa. No había visto antes un puesto de flores en Bagdad.

Kadhim le pidió a una periodista que le diga al chofer del Hércules M-88 si lo ayudaba a tirar la estatua. Leon Lambert, un veterano de 16 años en los Marines, era el encargado de la grúa. Era considerado una especie de mago de los tanques, el mecánico más experimentado de la unidad. Manejaba la grúa con destreza y no tenía ningún problema en hacerlo, pero necesitaba preguntar a su superior. El capitán Lewis estaba a cargo de la unidad de tanques. A su vez, se comunicó con el teniente coronel Bryan McCoy. “Sí, háganlo, pero con discreción”, fue la respuesta. Ya había habido otros derrumbes de símbolos del régimen. En Basora, la segunda ciudad del país, una unidad de ingleses tiró una estatua de Saddam a caballo. Un periodista fotografío el momento, pero no había provocado más atención. También un tanque disparó contra un mural de azulejos con la cara de Hussein y la escena la tomó un camarógrafo de la FOX que la repitió hasta el cansancio en los días anteriores. Pero tampoco se convirtió de uno de esos momentos históricos resumidos en una imagen.

La enorme grúa subió a la plaza rompiendo todo a su paso. Baldosas y canteros quedaron aplastados. Lambert alzó la torre hasta llegar al cuello de bronce de Saddam. El cabo Edward Chin se preparó para subir por la escalera y colocar una cadena para derribar la estatua. Fue cuando apareció el subteniente Tim McLauglin con una bandera estadounidense en la mano. La había recibido en un acto en el Congreso de Washington por su heroísmo durante el ataque del 11/S en el Pentágono. Era de un simbolismo extraordinario. Un informe reservado de una comisión investigadora que leí unos años más tarde asegura que nada de eso estaba preparado, que fue absolutamente espontáneo. Cuando entrevistaron a McLauglin para el New Yorker, él también juró que no había recibido ningún orden y que, incluso, ya había querido elevar esa bandera dos veces antes, en el sur, y que no lo había podido hacer por la virulencia de los combates.

Caída de la estatua de Saddam. Irak 2003.
Gustavo Sierra, entonces corresponsal de Clarín, en la plaza de Firdos, el 9 de abril de 2003, un momento antes de la caída de la estatua de Saddam.

El cabo Chin subió, puso la cadena y tapó el rostro de Saddam con la bandera. La imagen de “la Iwo Jima del desierto” daba vueltas por el universo. Fue un pantallazo, apenas un minuto o un minuto y medio, pero se vio en todo el mundo. El teniente Casey Kuhlman, que estaba al pie de la grúa, se dio cuenta que algo estaba mal. “No podíamos aparecer como los conquistadores. Teníamos que ser los liberadores, nada más”, después explicó para la misma nota del New Yorker. Le pidió la bandera iraquí a un hombre que estaba en el lugar y ordenó a un soldado que se la alcanzara a Chin. El cabo la cambió mirando hacia abajo con sorpresa. Su primera acción había expresado la verdad, la segunda fue el exponente más claro de la corrección política.

En el Pentágono también se habían percatado de la incorrección. El general James Mattis, llamó de inmediato al teniente coronel McCoy. Cuando éste logró comunicarse con el jefe de la unidad, en la plaza, ya todo había sido subsanado. Una “imprudencia” de un minuto y medio. En ese momento, unos disparos detuvieron todo por varios segundos. Tres marines corrieron hacia un edificio de la esquina. Alguien dijo que era un francotirador. No se vio ningún herido. “Uno que está festejando”, fue la explicación de otro hombre sobre esa costumbre tan árabe de disparar al aire en señal de alegría. Esa misma noche, en ese mismo lugar se registró un combate. Los marines dispararon con la ametralladora pesada desde la torreta de un Abrams. Se podían ver los trazados de las balas en dirección a la estación de servicio de la esquina. Lo vimos parapetados, esperando una terrible explosión. No sucedió. Un milagro musulmán.

Con la bandera correcta en su cabeza, la estatua de Saddam comenzó a caer entre medio de los gritos de alegría de la gente. El cuerpo se desprendió de las piernas y dejó ver dos tirantes de hierro que lo sostenían. La estructura se movió unos centímetros hacia adelante y después hacia atrás. Luego cedió y se inclinó a 45 grados. Con un segundo tirón de la grúa, se partió en dos. Por un lado, quedó el cuerpo, por el otro, las piernas. “El tío está con los lienzos bajos”, me dijo entre risas un corresponsal español. La dictadura caía desmembrada. La gente se abalanzó sobre el cuerpo de la estatua. Muchos se sacaban sus chancletas y le pegaban en la cara. Una afrenta muy especial en el mundo árabe. Mostrar la suela de los zapatos a alguien ya es insultante. Lanzar un calzado, es una maldición. Lo supo el entonces presidente George W. Bush cuando unos meses más tarde esquivó un zapatazo volador de un disfrazado de periodista, durante una conferencia de prensa.

Caída de la estatua de Saddam. Irak 2003.
La estructura de bronce de la estatua de Saddam ya desprendida del pedestal y a punto de caer en la plaza de Firdus.

En el medio del gentío vi a Jon Sistiaga, el corresponsal de Telecinco de España. Terminó su relato en vivo, cerró el Turaya (la marca de un teléfono satelital) y se puso a llorar sin remedio. La mañana anterior había (habíamos) perdido a su amigo y camarógrafo de mil notas, José Couso. “Que putada macho, que putada. Sólo necesitábamos 24 horas más. Con 24 horas, José veía todo esto y vivía. Veinticuatro horas…”, decía Jon y nos abrazamos llorando. Cuando me repuse, vi que al lado nuestro había otro hombre lagrimeando mientras miraba fijamente la estatua que ahora tenía a unos 20 chicos bailando encima. “Estoy muy emocionado”, me dijo. “Los matones de éste asesinaron a toda mi familia… ¡Cómo me hubiera gustado que ellos estuvieran viendo lo mismo que yo!”

Ya es la hora del último rezo y el imán de la mezquita de enfrente de la plaza, que nos había torturado con sus gritos de “¡Allah-u-Akbar!” (Dios es grande), reproducidos por los altoparlantes que cuelgan de los minaretes, cada vez que comenzaba un bombardeo, ahora susurraba con un volumen casi imperceptible. El sargento Plesich, a cargo de un humviee que también tenía altoparlantes y un traductor árabe, pidió a la gente que se detuviera un momento. La mayoría le hizo caso. Se pusieron a rezar. Se inclinaron y arrodillaron. Olvidaron la estatua de Saddam por unos minutos. Había sido un gesto de Plesich, un hombre que, después supe, pertenecía a la división de Inteligencia de los Marines. Pero no convenció al imán, un tipo enorme de barba larga y mirada torva. Fui a verlo dos días después y estaba muy enojado porque los soldados habían cerrado la calle frente a la plaza y eso lo había dejado sin fieles. “Los voy a denunciar por los altoparlantes”, me aseguró.

El ejemplo y la sorpresa más grande de lo que puede significar la liberación de un pueblo me la dio el “camello” Yasser. Un muchacho enorme y cálido de 28 años con formación de cantante lírico. Hasta unos meses antes cantaba por las noches en el restaurante del hotel Ishtar, mientras continuaba sus estudios con un gran maestro libanés. Con el cierre del restaurante y la llegada de los corresponsales se convirtió en chofer. Su mujer estaba en el séptimo mes de embarazo de gemelas. Un amigo de su padre le ofreció manejar un impala grande y viejo –perfecto para llevar a cuatro corresponsales con sus equipos y pasar bastante desapercibidos-. El dueño del auto nos cobraba 150 dólares por día y le daba apenas 5 dólares a Yasser. Lo adoptamos. Se hizo nuestro mejor amigo local. Incluso, después se independizó e hizo unos buenos dinares como productor de la oficina de la revista Time en Bagdad.

Caída de la estatua de Saddam. Irak 2003.
Un grupo de iraquíes abrazando a un soldado estadounidense en la plaza de Firdos. Muchos se arrepentirían en los años posteriores de haber dado la bienvenida a los invasores.

Yasser, que convivió con nosotros en el hotel durante toda la guerra, nunca se mostró como saddamista, pero tampoco dijo una sola palabra en su contra. Aunque se le notaba claramente el terror que le tenía a los agentes del régimen. Los choferes estaban amenazados de muerte por los funcionarios del ministerio de Informaciones. Tenían prohibido llevarnos a lugares no autorizados. Recuerdo haberlo obligado a acercarnos al aeropuerto de la ciudad donde se desarrollaba una dura batalla y que fue todo el camino transpirando como un bisonte. Nos decía que lo podrían estar espiando y lo denunciarían.

Cuando volvimos de la plaza, me lo encontré llorando como un chico de cuatro años y me abrazó loco de contento. “No les creí. Ustedes me lo decían, pero no les creí. Nunca pensé que iban a llegar. En el 91 estaban acá, a pocos kilómetros, y no vinieron, nos dejaron en manos de Saddam”, me dijo entre lágrimas. Y en ese momento me contó lo que venía ocultando desde que lo conocimos. Su padre, un médico muy prestigioso, había sufrido la cárcel tres veces por su oposición al régimen. Y él había crecido con la imposición del silencio. El padre no quería que su hijo sufriera lo mismo y le había hecho jurar que jamás diría nada ante extraños fuera del discurso oficial. Yasser es el ejemplo de millones de iraquíes que vivieron 30 años bajo el terror. Pero esa tarde, “el camello” se liberó. Y se puso a contar que tenía un odio particular por los hijos de Saddam porque ellos podían hacer y decir lo que quisieran sin temor a nada. También me dijo que ahora tendría otro problema. Estaba seguro de que su padre se opondría a la ocupación estadounidense.

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