Mariela Guadagnoli (Foto: Agustín Brashich)
Mariela Guadagnoli (Foto: Agustín Brashich)

Mariela Guadagnoli es, además de docente, arquitecta. Y uno tiene que contener el deseo de hacer un juego y hablar de la “construcción del conocimiento”. Trabaja en cuatro escuelas de Manuel Gálvez, provincia de Santa Fe, May —como le dicen todos— se planta a los desafíos de educar a chicos en situación de vulnerabilidad, lo que hace con dedicación, pero también con imaginación y goce. En 2020, May fue candidata al Global Teacher Prize que entrega la Fundación Varkey y quedó entre los cincuenta finalistas.

May cuenta que, cuando llegó al aula donde iba a ser profesora de Tecnología, se encontró con estudiantes que se movían entre el desinterés y el aburrimiento, y que, para convocarlos a una educación diferente, se propuso desarrollar el enfoque del aprendizaje basado en proyectos. “Los llevé a armar una huerta para el geriátrico que estaba enfrente”, dice. Esa experiencia hizo que los chicos trabaran además, relación con los ancianos y que encontraran una forma de compartir un espacio distinto de convivencia. “Con ese primer proyecto”, dice, “logramos que los chicos leyeran mejor, pero también que aprendieran a medir y realizar cálculos más complejos”.

Otro proyecto que trabajó con sus estudiantes fue el de hacer adoquines ecológicos. Fueron los propios estudiantes quienes reconocieron el problema: en la escuela se inundaban determinadas áreas y propusieron pavimentarlas. Pero, en lugar de usar adoquines comunes, la propuesta fue reciclar los residuos de la escuela y utilizarlos en la confección de los adoquines. “Ahí empezó todo un proceso de investigación, de idas y vueltas, de prueba y error porque muchos se rompían, fallaban”, dice May, y señala cómo los estudiantes estaban más ocupados en lograr el proyecto que en preocuparse por no aprobar la materia”. Los adoquines que hicieron permitieron hacer la vereda de la escuela y recibieron un reconocimiento en la Feria Nacional de Ciencias.

—¿Cuántas materias intervinieron en el proyecto?

—Fue un trabajo en equipo, obviamente. Yo soy profesora de Taller en una escuela técnica, y eso nos permite un espacio más flexible. Nos podemos equivocar, nos puede salir mal y está bien que pasemos por esa etapa. Convocamos hasta a la profesora de Historia, que empezó a ver cómo se había llegado a hacer un producto estandarizado. La profesora de Matemática tomó los cálculos y los pasajes de términos de materiales. La profesora de Lengua se ocupó de las cartas que redactamos para pedir autorizaciones. En el Taller usamos una prensa que medía la resistencia de esos adoquines para ver si eran aptos para el uso público. Hacíamos ensayos de compresión y venían a verlos todos los chicos de la escuela. Fue motivador para toda la escuela.

Mariela Guadagnoli (Foto: Agustín Brashich)
"Logramos que los chicos fueran a la escuela porque les motivaba lo que pasaba, y no porque tenían que cumplir", dice Mariela Guadagnoli (Foto: Agustín Brashich)

—¿Cualquier elemento se puede reciclar para los adoquines?

—Bueno, hicimos toda una investigación sobre lo que pasaba con los residuos en nuestra ciudad. Inclusive los chicos empezaron a observar que en calles laterales había microbasurales, donde la gente tiraba residuos, y empezaron a cuestionar también eso. Se contactaron con las cooperativas que recolectan los residuos y los venden. Pero también vieron que el poliestireno expandido era el único que no se que no se vendía. El poliestireno es el que envuelve a un electrodoméstico cuando se lo compra. Ese material se tira y contamina muchísimo. Entonces recuperamos ese material que por lo general llega limpio, los chicos fabricaron una bici-moledora de telgopor —porque la idea era no consumir energía— y reciclamos el telgopor para ponerlo en la base. Después lleva una carpeta que descontamina el aire. Y en el medio del proyecto, un alumno trajo plástico molido de la fábrica que lo usamos como si fuera arena y el adoquín se hizo impermeable. Veíamos las propiedades de los materiales a través del juego, de animarnos a inventar.

—¿Cómo es el avance del proyecto?

—Los estudiantes se motivaron mucho. Lo empezamos en 2018 y habíamos hecho un grupo de WhatsApp entre los dos cursos, que eran 42 estudiantes. La consigna era que en ese grupo solo se hablaba del proyecto, y realmente fue un espacio para socializar lo que pasaba en las distintas áreas. Nos pasó que un día hicimos pruebas de temperatura, porque queríamos fabricar un adoquín para el borde de una pileta, y ese día faltó un estudiante y se quejó porque no había estado y otros le dijeron “¡No faltes porque te lo perdés!”. Eso me emociona. Logramos que los chicos fueran a la escuela porque les motivaba lo que pasaba, y no porque tenían que cumplir.

—¿Cómo es la investigación que están desarrollando ahora?

—En otra escuela técnica donde trabajo, que tiene una realidad muy diferente, con chicos de un sector socioeconómico y cultural muy vulnerable, trabajamos en la educación del carácter. Busqué educarlos en la resiliencia, porque ahí tenemos una alta tasa de deserción escolar: sólo el 10% de los chicos egresa. Lo que buscábamos era que ninguno abandonara, y empezamos a trabajar en qué era y qué significaba para ellos la resiliencia. Una de las características de una persona resiliente es que tiene un vínculo de apego con alguien que cree en ellos, y nosotros descubrimos que muchos chicos no tenían a nadie que creyera en ellos. Entonces trabajamos sus virtudes, sus fortalezas, les mostramos en qué eran buenos y eran buenos para muchas cosas. Trabajamos con frascos de palabras —palabras que me hacen sentir bien, palabras que no quiero escuchar, más palabras que duelen—, y, en ruedas de convivencia, las transformaron en palabras de aliento. Los chicos del último año fueron tutores de estos chicos de primero, y los acompañaron en las materias que tenían dificultad.

—¿Cómo midieron el resultado?

—Hicimos un pre-test y un post-test, y elevamos muchísimo la respuesta resiliente. Y logramos que ninguno de los chicos abandonara. Todos los chicos hoy están en la escuela.

Mariela Guadagnoli (Foto: Agustín Brashich)
El docente tiene que ser el que enciende las ganas de aprender. (Foto: Agustín Brashich)

—¿Cómo reconocés los problemas y las motivaciones de tus alumnos?

—Es que yo me tomo por lo menos dos clases para conocerlos, para saber de qué entorno vienen, cuáles son sus deseos, qué tienen ganas de hacer, qué le gusta de la escuela, qué no. Lo hago como para empezar a trabajar con ellos enfocándonos en lo que realmente quieren hacer, y así adaptar los contenidos a esa realidad. Me pasa que me los encuentro años después en la calle y me dicen: “Con vos hicimos la plaza” o “Con vos hicimos el semáforo”, y se nota que esta manera de trabajar por proyectos impacta en ellos y les queda en su memoria.

—Los docentes siempre corren detrás del programa, pero, por lo que decís, hay que poner el tiempo por fuera de eso.

—Esa es una discusión permanente. Muchas veces, cuando les planteo a mis colegas trabajar en estos problemas, me dicen: “Pero yo no voy a llegar con el programa”. Y yo digo que hay que pensarlo al revés: cuando los chicos estén motivados, el programa lo das y a montones. Cuando hicimos el proyecto de los adoquines, terminamos trabajando con alumnos de segundo año contenidos de sexto año y primero de universidad técnica. Es más importante encender la chispa en nuestros estudiantes para que tengan el deseo de aprender. Y hay que darles la autonomía para que puedan aprender solos. Hoy en un celular tenemos toda la información que necesitamos. El docente tiene que transformarse en un motivador. Tiene que ser el que enciende las ganas de aprender.

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